martes, 21 de mayo de 2013

523

Álex miró el trozo de servilleta, dejó la cerveza a medias y se metió en el ascensor. 523, así que al quinto piso. El ascensor era bastante amplio y constaba de numerosos espejos en los que se reflejaba colocándose la ropa. La luz era azulada y limpia. Arriba también había un espejo. Se contempló, sonrió con seguridad y salió en el piso cinco. El pasillo del piso estaba forrado con moqueta color burdeos y crema y unas paredes satinadas con estampados victorianos. La luz era tenue, suave, y el cristal negro acariciaba los tonos cálidos del papel de pared y la moqueta. Se creía sordo; era la primera vez que escuchaba semejante silencio. Marchó por el pasillo derecho, dirigiéndose a la habitación con el número que estaba en la servilleta. Parecía un hotel fantasma. Los pasillos olían a jazmín y a limón, y las arañas de cristal del techo eran las únicas que contemplaban el trayecto de Álex a través de ese pasillo interminable que le llevaría a una habitación en la que sus expectativas eran completamente inexistentes. Álex acariciaba la pared, admirando la minuciosidad de los estampados florales ingleses que le rodeaban y perseguían a medida que avanzaba. Intentó no manifestarlo, pero pareció impresionado por un momento. Esta chica que a penas conocía, Selda, le había traído a un hotel al estilo de la alta burguesía británica. No se la imaginaba así, Selda es totalmente diferente. Quizás le dio a conocer una faceta falsa. O quizás es ahora cuando miente.
El pasillo se hacía eterno para Álex, que estaba dando casi zancadas para llegar al número 23. Las habitaciones parecían ser enormes. El silencio custodiaba aún el entorno. Álex no se atrevía a crearse expectativas.
Había conocido a Selda por un amigo. Era compañera suya de trabajo. Era una chica alegre, hiperactiva, y a veces hablaba muy alto. También era muy dedicada y atenta, cosa que en cierto modo, le atraía.  Rondaría los veinte, y trabajaba para poderse financiar la universidad privada en Londres. Lo que más destacaba de ella era su humor. Siempre se reía de sí misma o se inventaba su propio pequeño monólogo para que el resto se entretuvieran. No parecía realmente una chica.
En su forma de hablar era bastante masculina, pero tenía curvas muy definidas y, cuando quería, una voz muy dulce. Sus ojos pardos de verano congregaban sus labios coloridos y bastante –aunque no en exceso– esponjosos.
Y algo pasó. Fue totalmente espontáneo, natural, incluso automático. Y ahí estaban de repente, en la casa de los padres de Selda, acariciándose las arterias de los brazos, tirados en el sofa, –casi– abrazados. Y los labios de Álex aterrizaron de forma inequívoca en los de Selda que, lejos de sorprenderse, lo consideró como un acto cotidiano que llevaban haciendo todos los días de su vida. Y se besaron durante mucho tiempo. Parecía que necesitaban los besos del otro como aire. Que se quedaban sin respirar. No pararon hasta que el primer destello del Sol entró por la ventana e iluminó la mirada de Álex, haciéndole abrir los ojos y mirar la hora. Invitado clandestino en casa de Selda, tenía que irse lo antes posible. Al cerrar la puerta ambos volvían a la realidad, segundos después del último beso marcando el destierro de Álex causado por la primera alza del Sol. No quería parecer cursi, pero le habría gustado estar más tiempo con Selda. La noche cayó de repente y Álex había vuelto. No se alejó ni un minuto de ella. Y al amanecer, beso y portazo. Era una especie de cariño rutinario y efímero, como un fénix, resurgiendo de sus propias cenizas al anochecer, y muriendo con el primer rayo de Sol.
Selda a veces le echaba de menos por el día, escuchaba smooth jazz mientras se inspiraba con su recuerdo en la penumbra, alumbrando unos trazos de su silueta por los reflejos de una farola de la calle.