lunes, 12 de diciembre de 2011

Y el frío se clava en los huesos, impidiéndote escapar de él.

Las noches de diciembre son hostiles para una romántica con gabardina como yo, amante de los largos paseos y admiradora del sol veraniego. Las aceras se estiran y tardo más en llegar a mi destino; soy más propensa a perderme en invierno. Los escasos grados me abrazan con deseo de comerme, de abandonarme en la calle, y dejarme muerta –de frío– en la vía láctea dónde las estrellas son los faros de los coches y las luces de navidad. Diciembre pesa y se hace eterno, es taciturno. A veces me habla y me sopla, creyendo que necesito compañía, pero eso sólo me da más frío.

[...]

La niebla se tumba las mañanas e incluso los mediodías, y cuando desaparece, ya es de noche otra vez. Y vuelve a cerrar los ojos. Diciembre viene lleno de esperanza y espíritu, y a veces se viste de blanco para protegernos y darnos una sorpresa. A diciembre le gustan las risas y el café. Diciembre es nómada, por eso sólo viene un mes al año; le encantan los caramelos.
Pero hasta su tercera semana no se da cuenta del tipo de sociedad que custodia. Y es tarde.
Se abanican con billetes violetas y consagran su noche más importante a recibir objetos, llamados regalos.
Diciembre pierde la sonrisa, diciembre se pierde entre tanta hipocresía. A diciembre le duele la piel por el dióxido, y diciembre llora su esperanza que se funde entre el humo de las chimeneas. Diciembre, antes, podía ver las estrellas.