viernes, 17 de diciembre de 2010

París se convirtió en desconocida.

Como quién ama la lluvia y sólo espera que caiga una gota de agua en su frente.
Emmanuelle dejaba caer su corazón por precipicios, pues ya dejó de esperar nada de nadie. Todo le sabía insípido, caducado, a poco, a poquísimo. Ella quería más sentimientos. ¿El amor? No supo lo que era eso. Nunca supo lo que eran aquellas mariposas intestinales ni esos regalos que se hacían cada mes de relación. Las calles de París se le quedaron pequeñas y fue esa la razón por la que marchó a Normandía. Quería volar, saltar, correr, gritar, explotar. Quería brillar más que el sol, ser más nuclear que una bomba atómica y más rápida que una nave espacial. Y por eso se marchó cerca del mar. ¡Qué locura! Dejarlo todo en París e irse a Bonneville totalmente sola y vivir en una casita rural completamente alejada de todo.
Y por primera vez vio el mar.
No sabía si tirarse de cabeza o contemplarlo unas horas más hasta que le doliese el cuello. Se sentía tan identificada a él. Fríos, libres, inmóviles, simples, así eran ambos.
Las hojas caducas barrían el suelo y rozaban los pies de Emabuelle, que seguía observando a su alma gemela en el silencio de aquella inmensidad normanda.
Dicen que el mar le habló.